martes, 17 de noviembre de 2015

Día 6: Empezar la historia con…

Echó un vistazo a su reloj con impaciencia.  “¿Cuánto tiempo se tardarán?”. A Sebastián le costaba trabajo ver su muñeca por el ángulo de la caída, que había dejado su espalda sobre el brazo derecho y sus piernas dobladas una sobre otra. De su cuello, ni hablar.

Era bien parecido, al menos en su opinión y la de sus hijos. Su esposa era de otra corriente filosófica y creía que más bien había dado el sí luego de muchas drogas, que ella había comprado ya que él tampoco era adinerado.

Manuel, su compañero del despacho pensaba igual que ella, de hecho eran tan parecidos que a Sebas (como le decía su hija menor, y la favorita) le causaba una inmensa satisfacción saber que sólo podían ser amantes, que él había llegado con ella primero y que por obra y gracia del señor de los cielo, habían terminado juntos.

Era tal el milagro que desde entonces creía en dios y los ángeles, a quienes en ese momento estaba esperando. “Hace 10 minutos que estoy muerto. No puedo creer que los ángeles sean aún más impuntuales que las ambulancias”.

Llegó la ambulancia. No era demasiado difícil adivinar que había muerto. A Sebastian le causó un gran alivió adivinar que estaba muerto, sabiendo que no tendría que someterse a todo tipo de cirugías y rehabilitación. “Ese dinero deberían usarlo en mis hijos. Aún son pequeños y no quiero que tengan que trabajar muy jóvenes, igual lo harán, pero no tan jóvenes”.

Sebastian subió a la ambulancia creyendo que así sería más fácil que los ángeles fueran por él. De inmediato se fijó en una de las enfermeras, que era bastante bonita y modosita para tener un trabajo así, en la cruz roja sobretodo. En vida, Sebas nunca había sido infiel y desde que nacieran sus hijos, no había pensado mucho en ello. Su padre lo había cuidado sólo desde niño y creía vivir sólo por sus hijos “pa’pagarle a mi pá”. Pero ahora de muerto, intentó tocarla como una mujer. No pudo. Tampoco sintió nada. Hizo un guiño, bajo los hombros y se puso a leer los ingredientes de los medicamentos a la vista.

“No sé si eso es un fantasma o un enfermo más”. Si los paramédicos lo hubieran escuchado, habían asentido, pero cómo podían ver a la criatura de forma humana, chaparra, ojerosa, de pelo enmarañado y llena de un vómito negro que estaba en la entrada de la ambulancia, Sebastián supuso que era un vivo. “O un Zombie y apenas me salve”.

Aquella cosa de rasgos femeninos farfullaba cosas “sabadabababada”, “tianatiantanatatiaia” y cosas por el estilo, lo que llevó a un rápido consenso entre vivos y muertos de aceptar que estaba loca. El intercambio rápido de miradas parecía decir La Democracia Funciona.

Y funcionaba, porque efectivamente ese ser estaba loco, al menos para Sebastian: era su esposa. Resultaba natural que estuviera ahí, el convertible era de ella, lo mismo que el cinturón de seguridad y la bolsa de aire, y como solía suceder en tiempos de la esclavitud: sus pertenencias prefirieron salvarla a ella en lugar de a él.

Sebastián no le presto mucha importancia y pasó junto a ella como si nada, e hizo mal porque ella le había prestado tanta importancia que incluso parecía estar loca. Ella veía a dos Perros Malnacidos Hijos de una Puta Mierda de Caño, como le decía cuando estaba de buenas y quería algo de él. Ver como su marido pasaba como si nada, tan falto de gracia y empatía por su estado hizo que una parte de su cerebro se comunicará con otra que a su vez entablaba relaciones diplomáticas con diversos músculos, resultando en un movimiento reflejo aprendido con el paso de los años:

— Tú no te vas a ninguna parte.

Sebastián, el fantasma, se detuvo en seco y volteó. No porque su cerebro hubiera recordado algo ni porque tuviera la costumbre de hacerlo cuando escuchaba esas palabras, pues en realidad solía irse a abrazar a sus hijos y continuar con sus deberes.  Volteo porque un ángel en la puerta, con alas, halo dorado, vestimenta dorada y todo, le hacía señas de voltear.

La loca, su esposa, se acercaba y rápidamente lo tomó por los hombros, lo sacudió y le dijo de qué iba a morir, ella, no él, quien ya estaba muerto.

— Por tus tontas bromas y tus espurios hijos. Y les haré la vida imposible aunque me cueste mi juventud y …

La gente del hospital veía muy escandalizada como una loca gritaba y golpeaba al aire. Pero era algo bastante común en estos tiempos, después de todo el dólar había entrado en decadencia, culpa de malos acuerdos económicos y muchos correos sobre primos príncipes muertos que heredan rupias a diestra y siniestra. Esta situación había dejado demente a la clase baja alta, de la que era bastante obvio esa mujer pertenencia.

El ángel se acercó a Sebastián y le susurro que sólo tenía que dejarla desahogarse y luego se lo llevaría al cielo, después de todo, era buen padre y sólo le había hecho daño a ella y a Manuel.

Aunque sólo duró unos minutos más, a Sebastián le pareció una eternidad ver como su esposa le relataba toda su miserable y malvivida vida. Luego de eso, cualquier juicio divino sería nada. Estaba listo para la muerte.

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