jueves, 5 de junio de 2014

Mi abuelo ha muerto

Mi abuelo está muerto. Esa es la verdad, quizá la única y más irrebatible y abrazadora verdad: está muerto.

La última entrada en mi diario tiene la fecha de la madrugada en que velamos su cuerpo. Yo no era el favorito de mi abuelo, recuerdo varios golpes, varios regaños. Sin embargo, una semana antes de morir me dijo que estaba orgulloso de mí y que siguiera echándole ganas a la vida.

De alguna forma, desde hace varios años me sentí muy identificado con él: era gruñón, tenía dos remolinos en la cabeza, era terco, comía de todo, a todos regañaba, todo quería hacer bien y nunca nada le salía así, le gustaba la música y pasaba horas viendo películas, odiaba que lo vieran llorar y siempre, al menos conmigo, se hacía pasar por alguien muy fuerte.

Lo recuerdo en el hospital, hace más o menos dos años, acostado con una herida de 20 centímetros que iba de su cadera hasta su rodilla. Para entonces había sobrevivido a más cosas que ningún otro hombre que yo haya conocido: de joven le había caído la pared que estaba construyendo cuando un sismo lo sorprendió, se había roto las piernas por lo menos 2 veces cada una (así lo recuerda mi temprana memoria), en mis 22 años de vida lo vi 5 veces en el quirófano, era diabético, hipertenso, borracho, había dejado el cigarro porque nunca le había gustado pero le calentaba el cuerpo. Cuando viejo, era casi ciego. Pero nada de eso lo mató, no, lo mató el no poderse mover. Para una persona que no conoció otra vida más que la del trabajo, no poder moverse era peor que la muerte.

Aquel día, en el hospital, no me contó nada sobre él. Pregunto por mi hermano y por mi mamá. Le dio tiempo de contarme un cuento como hacía desde que yo era pequeño. Me hizo sonreír. Es de las pocas personas que siempre me hacían sonreír. Meses después lo recuerdo tumbado en mi sofá, sin poder moverse, drogado por los analgésicos y a veces delirando con fantasmas de los que nunca nos contó. Era de madrugada y me llamo. Me acerque y me dijo: “Un día, a tu edad, quise morirme, para no llegar a viejo y quedarme así. Pero nacieron mis hijos, los tuve que cuidar y los quise ver crecer. Me dije ‘puedo morirme más grande’ pero entonces nacieron ustedes, mis nietos, y ahora no me quiero morir”. Le di las gracias. Le perdone todos los golpes, todas las veces que me insulto. Incluso las veces que se llevaba a mi hermano a la tienda para comprarle dulces y yo me quedaba haciendo el aseo.

Y es que, mi abuelo me enseño a trabajar, me enseño que una “pinche roca más grande que uno nunca va a poder más que yo”, a nunca admirar a alguien o sentirme menos porque tenga más dinero o mejor educación y al final de su vida, me enseño a perdonar.
Extraño a mi abuelo.

Pocos saben esta historia: antes participaba una revista llamada El Nahual Errante que en principio funde porque mi primo acababa de fallecer.

Cuando entre los primos limpiamos su cuarto (nadie más que un tío quiso hacerlo, era muy doloroso supongo, todos lo queríamos demasiado) hayamos cuentos, poesías, borradores de novelas y muchas cartas a una revista que siempre se negó a publicar sus creaciones. No lo superé. Lo quería mucho, lo quiero mucho, lo suficiente como para no comprender cómo podían negarse a publicar sus cuentos, sus cuentos que eran tan diferentes a su propia vida y tan cercanos a su personalidad.

No lo superé, sigo sin superarlo.

De la revista mi único deseo fue nunca rechazar a quién quisiera hablar. Pero la revista se fue. La vida se va. La alegría se va o a veces ni siquiera está aquí y es sólo una mascará que mostramos para no hacer más miserable este mundo.

No lo superé, sigo sin superarlo, aún ahora que comienzo a olvidar su voz, su sentido del humor y que me voy quedando con la duda sobre el porqué no está aquí

Y aun así, eso también se va. Me refiero al dolor ¿O será que lo he dejado de extrañar? ¿o será que lo he dejado de querer? no, nunca. Es sólo que las cosas se van.