domingo, 29 de noviembre de 2015

Día 18: una historia que suceda en un pueblo fantasma

Camine toda la costa, hacia el sur, hacia ese sur que me llamaba con sus constelaciones, sus vientos. La playa era fría y hacía rato que el sol se había esfumado.

«¿A que me quedo?» me decía «no hay nada para mi en este lugar». Ella se había marchado, con sus silencios, sus risas, y las mías también. Fue entonces que entendí que me había perdido a mi mismo, entre las olas de una ciudad que no comprendo, aferrándome al canto de unas sirenas que jamás pude ver.

Soñaba con ser estrella, con estar sobre un escenario y cantar, que mi voz se escuchase a lo lejos hasta provocar un eco. Una vez pude hacerlo, perder el control de mi voz y dárselo todo a mi corazón. Ese instante había quedado atrás.

Desde mi principio hasta esa noche, lloré todo el tiempo. Por mi, por ti, por los sueños rotos, porque alguna vez pude haber amado ¿no debería sentirme alegre por haber sentido el amor, la esperanza? Eso dicen todo, pero aquella noche fue una atmósfera que cargaba a hombros.

Por la mañana llegue a un pueblo de chozas de palma. Sólo las olas hablaban, diciendo “Soledad” una y otra vez. Creí que eran pescadores, que se habían internado al mar y volverían por la tarde. Me senté en la orilla, bajo una palmera para así evitar las quemaduras. Recuerdo haber soñado con fantasmas que danzaban alrededor del cuerpo sin vida de ella, los fantasmas habían tatuado en su pecho las palabras puta y lejos. No pude entender porqué.

Al despertar por la tarde, me pareció ver un grupo de balsas llegar y me levante a hacerles señas. Era sólo una ilusión y aún creo probable que siguiera dormido. Cuando me hube cansado regrese a las chozas y llame sin obtener respuesta. En la primer choza que entré había un esqueleto de niño acostado y bien cobijado en un tapete. Sus huesos eran entre amarillos y verdes por un moho que lo cubría todo. Lo mismo en la segunda y la tercer choza que abrí: restos amarillos y verdes, todos cobijados. En la cuarta, hallé una cobija que trazaba con gran precisión el cuerpo redondo de una mujer. Toque lo que pudo ser su hombro y grite al sentir el hueso desnudo.

Salí y decidí continuar mi camino. El sol estaba ya pintando de rosa el mar y aún tenía que preparar lo que venía siendo mi desayuno. Con los últimos rayos del sol, pude terminar una fogata y cocinar algunas verduras que había comprado dos días antes. Nunca fuí el tipo de persona que sobreviviera con sus propias manos, así que mi mochila estaba bien preparada para el viaje.

Estaba yo comiendo cuando de pronto tuve la necesidad de voltear a las chozas: había fuego.

Deje mis comida, apague mi fogata y regresé. Los pequeños montones de huesos bailaban alrededor de la choza donde había encontrado a la mujer, todos con antorchas de palma, sin producir más sonido que el del fuego arder.

La mujer salió, aún con su cobija en hombros. «Su cadera era demasiado ancha para sus hombros, eso era lo que provocaba la obviedad de sus trazos». Volteo a verme, o la menos su cráneo veía hacia donde me encontraba. Hice un saludo. El baile se detuvo y los niños inquietos voltearon a verme, temblaban, supongo de miedo pues hacía demasiado calor con sus antorchas. Pregunte por el siguiente pueblo ¿Qué hubieran hecho ustedes? ¿correr? Eran sólo un montón de huesos de niño que apenas y podían estar de pie, tiritaban y además, si ahí moría, no podía ser peor que todo eso que había dejado en el norte.

«Tonto, si son sólo huesos ¿como podrán oírme, verme o responder?» Pero respondieron. Al menos la mujer respondió. Salió del círculo de baile y se agacho a tres pasos de mi. Con su mano derecha continúo envolviéndose con la cobija y con la izquierda trazó un mapa. Noté que en ese grupo todos eran zurdos. O quizá esa era sólo una costumbre tribal.

La mujer se levantó y volvió dentro de círculo. Leí el mapa y reconocí donde estaba, el pueblo donde había comprado mis provisiones y el siguiente. Calcule otros dos días de viaje con el paso que llevaba. Me levanté agradecí y volví a interrumpir su baile, todos voltearon a verme y la mujer volvió a salir del círculo, estiró su brazo izquierdo y me condujo hasta bien fuera de la aldea. Luego volvió.

Camine hasta que no hubo más sur al que caminar. Cuando el cielo me era tan inhóspito con sus constelaciones y sus estrellas. Cuando el frió hubo de quemarme como el sol no había hecho en todos esos meses de viaje. Fue entonces que descubrí el moho que crecía alrededor de mi cuello.

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