lunes, 11 de marzo de 2013

El Pais de Ayer

Si prescindimos del sistema arábico, sesenta mil parece poco. ¿Y si agregamos sesenta mil muertos a fuego cruzado, más los que no conocemos, menos los que no era de por aquí, todo multiplicado por la cantidad de hermanos, padres, hijos y un largo etcétera? Sigue sin convertirse en un gran número.

En realidad somos unos ciento diez millones de almas, menos sesenta mil, llegamos a alrededor de unos ciento nueve millones novecientos cuarenta mil, más los que vienen, menos los que se fueron paz, más los amigos que vienen de lejos. Seguimos siendo más los vivos.

Hace cuarenta y cinco años ¿cayeron mil? ¿Dos mil? Tres años más tarde ¿otros mil? Más los desaparecidos, menos los que se fueron a voluntad, menos los que nunca más salieron de casa. Pero seguimos y seguiremos vivos.

Hace quinientos años si qué cayeron ¿Cuántos? ¿Tres millones? Trecientos años más tarde, tal vez fueron cinco millones, más otros tantos millones que se fueron de a poco.

Pero, recorro la ciudad de los palacios de cristal. Ya solo hay obsidiana.

Aunque somos más, quienes no están, ellos se ven mejor. Sus susurros ya no vienen por la noche, se asoman por televisión, se asoman en las letras de canciones viejas y novelas apolilladas.

Pero recuerdo a mi abuelo.

Mi abuelo aún vive, sin cadera, con menos de los tal vez trecientos huesos que debería tener y más dolor del que merece. Pero aún sonríe, aún me da consejos y aún tiene tiempo para pedirme cuidado y exigirme valor ante la vida. Cuando le pregunto por los muertos me responde: “Cuando vengan, cuídalos. Cuando los necesites, recuérdalos”.

Aún sin tierra que trabajar, él trabajo muchos años, cuando otros fallecieron él continuó. Incluso, cuando una pared se le cayó encima, diez tortillas más un pulque lo hicieron levantar su pared y terminar su casa, la misma casa que seguirá ahí cuando recordar sus palabras no baste para estar con él.

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