domingo, 26 de febrero de 2017

Los antiguos

El silencio de la revolución poco a poco se convierte en festividad y aún no es medio día en San Pedro Ixtepec cuando una orquesta entra a sus terrenos.

-Estoy muerto.

El más anciano de los músicos se detiene para acomodar un banco que lleva en la espalda y dejarse caer en él para besar en la boca a una flauta dulce. No parece importarle el sol que marchita su piel. Usa el peso de sus años, lento, tan lento como el tiempo transcurrido desde la primera vez que vio brillar el cielo para comenzar a componer una canción. Sus acompañantes: Piel de tierra, ojos de noche y miradas de vidas marcadas le acompañan con religiosa fervor.

Conforme el sol se impone y las familias terminan sus obligaciones, éstas comienzan a caminar hacia la estrecha calle para ver a los músicos. Por primera vez en dos años la gente sonríe. Sus rostros no tardan en volver a acostumbrarse al sentimiento. Olvidan la guerra, a los viejos patrones y que los hombres del pueblo podrían estar muertos por un ideal poco entendido. La banda termina su canción y comienza una melodía sobre un coyote enamorado de la luna.

Anochece. Los doce pares de vivos ojos se convierten en noche implorando reposo y se marchan sonrisa en boca, pues notan a un niño de 10 años que sale corriendo a una casa impregnada del olor de su madre muerta de soledad y donde el único recuerdo de tiempos felices es una vieja guitarra que pertenece a su abuelo y que él, el más joven de la familia Charís, decide robar para subir el cerro a cantarle a la luna en un torpe intento de exponer sus pensamientos sobre la guerra y sobre ésta llevándose a su padre y abuelo, sobre la tristeza provocada a su madre que había pasado los últimos dos años en…

-Dame la guitarra- El anciano cara de tierra se encuentra recargado en un árbol de hule con un bastón en su brazo derecho.

El niño intenta esconder su preciado instrumento tras de sí, encarando al viejo.

-Soy sólo un anciano. Músico además. A mi edad sólo los huesos duelen más que escuchar a un niño llorar y torturar a ese pobre instrumento tan bello -El niño se hace consciente de sus lágrimas y limpia su cara-. Dame la guitarra, te mostraré cómo se hace.
El viejo se acerca, paso a paso como un continente que a cada suspiro engrandece su tamaño. El niño siente la única necesidad de golpear al anciano. Quiere huir. Siente un brazo arrebatándole la guitarra. Voltea. Recibe un golpe en la sien. Distingue el olor a ocote.

Lo último que ve en vida es el cuerpo del anciano que ahora pertenece a un niño de su edad. Se acerca. Toma la guitarra. Toca un acorde. Arranca las cuerdas con un cuchillo negro.

Salvador Charís cierra los ojos por última vez mientras es estrangulado.

Es de mañana. Los habitantes de San Pedro Ixtepec encuentran una guitarra sin cuerdas perteneciente a la familia Charís que deciden guardar. La banda de músicos se había marchado.

Pasó una semana y un grupo de mujeres que sale con dirección a la ciudad encuentra al niño e inmediatamente regresan a San Pedro. Comienzan las discusiones sobre el tipo de ceremonia que debe realizarse para el joven Salvador Charís, pues su familia era la única que nunca iba a la iglesia y por tanto no era católica y cualquier otra religión o ceremonia había sido olvidada por todos los pobladores. Todos excepto los Charís.



Han tenido que pasar tres años para que los pocos sobrevivientes de la revolución regresen a San Pedro Ixtepec. Cansados de ideales, vencidos por la suerte de no haber ganado la capital y una mejor vida, ahora bajan la cabeza, se quedan en sus viejas casas a escuchar el llanto del nahual que les ha impedido dormir por dos semanas. El Nahual llora la muerte de su hijo mayor y sufre por ser el último de su familia.

El ápodo nahual ha sido heredado desde incontables generaciones. Ganado por la engañosa buena suerte de una larga vida, más allá de los 50 años, sin enfermedades, viendo morir amigos y amantes. Y claro, porque ninguno de ellos creía en el nuevo dios crucificado ni en los antiguos dioses sedientos de sangre. «Son débiles, están muertos» solían decir mientras buscaban hierbas en el valle para sus ceremonias a la naturaleza, y cuando caminaban por semanas buscando a unas mujeres de largas faldas en los cerros.

Hallaron a Salvador ahorcado en las cuerdas de la guitarra que había pertenecido a su abuelo Don Ignacio Charís, el Nahual grande. Ahora, dos años después de su muerte, es velado por una cuna y por Don José Inés Charís, quien se acompaña por la vieja guitarra de nuevas cuerdas de caballo que él mismo arrancó en pleno doloroso impulso a la yegua de su difunto vecino el General Don Benito.
Don Benito antes de fallecer por una herida de bala, le dejó su casa y le encargó a su vieja yegua.

«Yo bien quisiera pelear,
como antes en las batallas,
para entonces dominar,
a los hombres más canallas.
Porqué nunca concedí,
a mi pueblo libertad,
todo prestigio perdí,
y hoy lloro mi soledad.»

Son estos versos del General Díaz los que usa Don Ignacio para terminar su llanto. Por primera vez en sus vidas los habitantes de San Pedro Ixtepec, hombres valientes vieron morir más ideales que personas y más personas de las que creían habitaban el mundo entero, tiemblan de miedo ante lo que el nahual Inés iba a hacer.

Lo conocen desde niño y siempre les ha causado inquietud su estatura, así como las mujeres de eterna juventud que lo visitaban y enseñaron el baile frente al fuego. Recuerdan cuando salió del pueblo porque su abuelo enfermó de muerte y su última voluntad fue que caminara hasta conocer el mar. Recuerdan cuando volvió con una mujer pálida de ojos negros y muda, las mujeres dejaron de visitarlo. Les temen a ellas porque saben de los tratos que los Charís tenían.

Él espera en silencio a que la noche lo recuerde y a que los animales lo bendigan. Rememora las canciones que su cantó con su propio abuelo. Hace suyas las lágrimas de su padre. Reza con el cuerpo como su madre le enseñó. Y suya es la fuerza de su familia.

Todo su amor se ha terminado. Su orgullo se va. Cuando no queda más que venganza, una bola de fuego aparece para escuchar a un viejo amigo.

-Llévatelo. Llévame. Dales una muerte lenta.

El fuego suspende su peso a una palma del suelo. Le salen unos zapatos que se quita para hundir sus pies de gallo en el piso. Don Ignacio se acerca y es rodeado por los candentes brazos que le enseñaron a bailar mientras los huesos de Salvador Charís son sacados de su tumba por unos pies de gallo.

El cuerpo del gran nahual quemado de los brazos y la boca por un último beso cae al piso. Su carne, aún viva, abraza con tanta fuerza los huesos de su hijo que se vuelven un objeto vacío, sin llanto, ni dolor, con tanta hambre…

Aún con carne en su cara y remilgos de ropa en su cuerpo, es un esqueleto de una mujer, la más elegante de todas.

Y así he surgido yo, la muerte. Hecha de la nauseabunda juventud de un niño muerto y del dolor de un soldado. Camino por la tierra, con los pies descalzos, sin piel. Muestro a ratos una carne robada llena de gusanos que limpian mis huesos. Camino por la tierra más caliente de este infierno llamado revolución.

Lo primero que hago es buscar cubrirme con ropas de luto. Voy de pueblo en pueblo acompañada por la única certidumbre de saber que las cabezas de una banda de músicos asesinos y piel de barro me han sido prometidas con el único requisito de aderezarlas con el sabor de la venganza.



Y camino.

Camino de día, de noche, con la serenidad y fuerza que me dio la eternidad. Encuentro caras que reconocen la mía. Busco pistas. Intentan huir, pero los alcanzo. Les recuerdo sus deudas y les muestro la eternidad que tienen para pagarlas.

Me vuelve a pasar. Ahora me llenan de gentilezas y les hablo de un hombre negro en caballo negro que es mi amigo y al que deben temer. Pasan los días. Esta ocasión son piedras y maldiciones las que recibo. Pero sé entender sus modales y para mi ellos son sólo cuerpos con la necesidad de quién los acompañe al más allá.

Camino de día cuando el sol me hincha la carne. Las moscas nunca se atreven a tocar mi piel prestada. Hasta ellas me temen, no como los gusanos que se sienten cómodos al reconocer a su vieja benefactora y se acurrucan en mí.

Camino de noche cuando estos huesos tiritan de frío, pero es la magia de mi hambre lo que les hace seguir. Me pregunto cuál fue mi último alimento. Camino cansada de tanto trabajo que he dejado en pausa y exhausta de tanta guerra ideológica que no me da descanso.

De pronto, siento el cuerpo del maestro Don Manuel Quiroz en San Francisco del Cueto, y me sorprendo de verlo aún tibio, de ver una trompeta a mitad de su cuello y su carne aún sin moscas. Volteo alrededor. El pueblo aglomerado deseando que las aves devoren su atea figura: eso no me sorprende. Pero hay algo… abandono mi lentitud de reyna, pues ahora estoy furiosa de no poder acompañar al maestro hacia su último hogar y descubro que no he sido yo, la muerte, quien se ha llevado su espíritu y esencia. Me lo han robado.

No lo pienso demasiado. Cuando soy plenamente consciente de lo que ha pasado ya estoy corriendo con locura como no lo hacía desde hace tantos siglos. Recuerdo lo que aprendí en el viejo continente y me visualizo joven para agilizar el paso mientras presumo mis músculos al aire como he aprendido en el nuevo mundo.

Corro por el valle sintiendo el sol bajar por el horizonte luego subo por un monte pelado de piedra hasta que huelo un olor a ancianos y al mismo tiempo el sonido de viejas canciones que apenas recordaba podían existir me indican que deben encontrarse al otro lado de la montaña descansando del calor mientras se preparan contra el frío nocturno que ya comenzó a lanzar ráfagas de aire que chocan con el centenario rostro del más viejo de ellos quien cierra el puño para dar la última nota de un corrido que interrumpe al sentir mi mirada sin vida y sentir mi hambre contemplando su dolor mientras me acerco poco a poco hacia ese montón de despojos olvidados que no pueden ver otra cosa más que un saco de huesos caminando hacia ellos y notan que sé quiénes son y cómo gracias a sus antiguos amigos han podido escapar por tantos siglos de la inevitable visita que hoy he venido a darles con especial felicidad pues sus amigos color esmeralda y humo no son mis compañeros y a mí nadie me desafía y comienzo a sentir más y más furia y más y más hambre hasta no poder conmigo misma así que los ataco como antaño cuando no había iglesias ni modales y todo era sólo la naturaleza que no es otra cosa más que yo y sus cráneos abiertos por mis dientes de niño y sus dioses muertos observando a sus últimas huestes que intentando huir como los cobardes hijos de una sangre deseosa de ver la vida nacer y morir y que ahora ve sus últimas ideas olvidarse de su propia existencia.

Mi vida puede continuar y nunca nadie volverá a contemplar el poder de los antiguos.


Este cuento aparece en la Antología de Cuentos Necrópolia, Horror en Día de Muertos, de venta en la ciudad de México.

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